jueves, 31 de marzo de 2011

INFORME UFO


1. La teoría

En la sobremesa, en medio del impuro aroma de los puros, se discutía arduamente sobre la existencia o no de los platos voladores.
-Son tan abrumadoras las pruebas sobre el fenómeno -dijo calmadamente el Profesor Chicken, experto en Satiriasis Ortomolecular-, que me inclino a negar su existencia rotundamente.
-Sus palabras, Doctor -dijo la Condesa de Palpendorf-Verisseé, experta en paté de foie-gras al vino tinto y otras exquisiteces- me parecen, paradojalmente, un poco paradójicas.
-No se confunda usted -terció el Doctor Minué, especialista en eyaculación precoz y en carreritas de embolsados-. El Profesor, con su habitual afán por dar la nota, en realidad no cree una sola palabra de lo que acaba de afirmar con tanta seriedad. Aunque tampoco, les advierto antes de que malpiensen, cree en lo contrario.
-Pero entonces -dijo Mrs. Hog-Lagorney, especialista en el estudio de los primates y en sexo oral-, ¿en qué cree?
-Yo creo -respondió el buen Profesor- que tomaré otro vaso de este estupendo Maisson Kraft-Ebbing cosecha 1882.
Cumplido que hubo la Condesa con el pedido de su huésped, no pudo evitar decir:
-A mí el verde me mata. Quiero decir que si de verdad existen... Bueno, ustedes me entienden. El misterio es una cosa muy excitante.
-Quiere usted decir... -comenzó a insinuar el Doctor Abdunkus, famoso por su falta de interés en casi todo.
-La dama quiere decir -explicó el Profesor Chicken- que hay más de una leyenda acerca de las facultades amatorias de los supuestos habitantes de esas supuestas naves.
Todos estaban tan pendientes de sus palabras que nadie pudo advertir el objeto que descendía sobre el jardín. Parecía una sartén de tamaño gigante, y unas cosas como unos huevos fritos empezaron a descender de ella.
-¿Quiere usted decir -exclamó Mrs. Hog-Lagorney, los ojos muy abiertos-, quiere usted decir...?
-Exactamente -dijo el Profesor-. Y aun un poco más.
-No le creo -replicó Mrs. Hog-Lagorney-. Sería demasiado bueno para ser cierto.
-Como usted -agregó Minué, tratando de colocar un buen piropo, del que nadie se percató-. Pero, ¿cómo probarlo?
-Eso, eso -dijo la Condesa, un poquito de baba endulzándole la mejilla-. ¿Cómo, cómo probarlo?


2. La idea

Descorchada y bebida ya la vigésimo tercera botella de Maisson Kraft-Ebbing cosecha 1882, el Profesor Chicken afirmó:
-Yo considero que en este tipo de investigaciones lo único absolutamente determinante e irrebatible, cual heces de paloma en el sombrero de un caballero X, es la prueba experimental.
-Quiere usted sugerir... -dijo temblando un poco (no se sabía si de emoción o porque se estaba haciendo pis) Mrs. Hog-Lagorney.
El rostro del Profesor tomó un color desagradable, similar al de un cadáver no reconocido por amigos y conocidos.
-Querida señorita -replicó-, no me ofenda usted. Yo jamás sugiero. Soy un científico, ¿lo sabía usted?
-Pe-perdón -susurró Mrs. Hog-Lagorney, altamente sorprendida (medía un metros setenta y seis, y aun bastante más si tenemos en cuenta su sombrero de frutas y de flores).
-Ya hablaremos -dijo el Profesor- de la reparación correspondiente. Lo haremos esta noche, y en privado. Pero permítanme, por favor, terminar con el desarrollo de su idea.
Mientra el Profesor pensaba, esperaron durante unos treinta y tres minutos (a la ciencia hay que darle tiempo). En el ínterin, para no aburrirse, la Condesa de Palpendorf-Verisseé y el Profesor Minué se pusieron a jugar a la escoba de quince variante Sacher-Masoch, mientras Mrs. Hog-Lagorney y el Doctor Abdunkus intentaban la milanesa, un nuevo divertimento traído probablemente de los Mares del Sur que se estaba poniendo de moda entre la intelligentzia.
-¡Ya lo tengo, lo tengo! -gritó de pronto el Profesor Chicken-. Por favor, interrumpan ya mismo sus inocentes juegos y escúchenme atentamente.
No fue tan fácil, claro; en ambos casos las dos parejas habían quedado enredadas en posiciones que obviamente no era posible desarmar en cinco segundos. Pero a los diez minutos todos estuvieron sentados en sus sillitas y (aunque algunos respirando aún agitadamente) dispuestos a escuchar la última tontería del Profesor.
-La idea es ésta -dijo Chicken refregándose las manos como el avaro de Molière-. Mis arduos cálculos, realizados a lo largo de interminables años de investigación sobre el asunto, me inclinan a pensar que muy, muy pronto -y tal vez aun esta misma noche- se produzca en los alrededores -y no sería arriesgar en exceso decir en este preciso lugar- un desembarco OVNI.
-¡Ooooohhh! -dijeron todos con suma hipocresía.
-Deberíamos entonces -prosiguió el Profesor- a fin de comparar el desenvolvimiento -ejem, ejem- sexual de nuestros visitantes con el de nuestra aún retrasada especie, proceder a experimentar -jem, jem- entre nosotros, los presentes, a fin de comprobar en qué grado de evolución del conocimiento nos encontramos. Todo esto, por supuesto, tendría que ser medido y comprobado a través de elementos y maquinarias de la más alta precisión, como por ejemplo... como por ejemplo... ¿tiene usted un despertador, Madame Puffendorf? Creo que un fonógrafo también podría sernos de suma utilidad; bueno, ya pensaremos en el resto. Una vez realizado el experimento y registrados sus resultados, sólo nos restaría aguardar el asentamiento UFO, repetir la experiencia, esta vez con ayuda de nuestros visitantes, proceder a nuevas registraciones y... ¡listo el pollo!
-Qué expresión científica tan extraña -dijo el Doctor Abdunkus-. Listo el pollo... Hasta ahora yo sólo conocía aquello de Eureka, y también ergo, y quod erat demostrandum. Pero no me parece mala idea. Y a propósito, Condesa, ¿qué puede ser esa enorme cosa verde que pretende sodomizarla simultáneamente por todos lados?


3. La acción

Distraídos por la conversación, no habían advertido la llegada de aquellas cosas verdes.
-Creo que deberíamos presentarnos -dijo el Profesor Chicken, mientras dos o tres tentáculos se iban introduciendo en sus partes más íntimas. Cómo les explicaba recién a mis amigos... oh-oh...
-Profesor -dijo Mrs. Hog-Lagorney, asomando apenas la boca en medio de tres o cuatro de las criaturas verdes- creo que la primera parte de su excelente experimento es absolutamente innecesaria. Puedo dar fe de que la hipótesis ha sido ya plenamente demostrada (y eso que recién estamos empezando) ayayayayayay.
-Arf, arf -apoyó la Condesa, en lo que pareció un evidente ademán de aprobación.
Las voces del Doctor Minué y el Doctor Abdunkus eran confusas pero reveladoras. Parecían revelar desconcierto y placer al mismo tiempo. No reproduciremos aquí sus expresiones, porque tal vez alguno de sus nietos podría estar leyendo estas memorias.
Cuando el sol salió , la nave UFO remontó vuelo (o hizo lo que se supone que hacen las naves UFO) y se alejó. Abajo, en el jardín, quedaba una confusa mescolanza.


4. Las conclusiones

Estaban de nuevo en la sobremesa, en medio del impuro aroma de los puros, con el que trataban de disimular otros efluvios.
-Como bien les decía -insistió el Profesor Chicken-, son tan abrumadoras las pruebas sobre el fenómeno que me inclino a negar su existencia rotundamente.
-Sus palabras, Doctor -dijo la Condesa de Palpendorf-Verisseé- me parecen, paradojalmente, un poco paradójicas. Por otra parte, y para ser más claros, ¿se refiere al fenómeno o bien a la leyenda? Porque lo que es en relación a esta última me pareció oírle proferir, querido Profesor, y no se ofenda usted, algo como oh-oh. Tal vez se tratara de una expresión dubitativa, por supuesto, una muestra de paradojicidad. O tal vez de algo más.
-No se confunda usted -terció el Doctor Minué-. El Profesor, con su habitual afán por dar la nota, en realidad no cree en una sola de las palabras que ha pronunciado desde su nacimiento. Incluidas, por supuesto, sus famosísimos oh-oh. Considero que sólo quiso refregarnos por las narices que, aun siendo un estudioso, es un podridísimo sibarita, tanto o más que cualquiera de nosotros, un decano o vicedecano del placer.
-Pero entonces -dijo Mrs. Hog-Lagorney-, ¿cuál fue, en definitiva, la verdadera naturaleza de su famosísimo oh-oh?
-¡Pero querida! -replicó la Condesa Palpendorf-Veriseé-. La misma, exactamente, que la de tus vulgarísimos ayayayayayayay.
-¡Así que mis vulgarí... así que mis vulgarí... habráse visto! -se sulfuró Mrs. Hog-Lagorney-. ¿Y qué diremos, entonces, de ciertos raros arf-arf que parecen haberse oído en esta triste, decadente, polvorienta...?
-Vamos, chicas -dijo el doctor Abdunkus-. Dejad las pequeñeces para ocasiones más importantes, que son las que las merecen. Ahora lo más urgente es que decidamos qué diremos a esa maldita prensa.
-Es muy sencillo -dijo Minué, que siempre tenía una respuesta para todo (una respuesta siempre equivocada)-. Si dijéramos la verdad, la esotérica verdad, correríamos el riesgo de que nos tomaran por locos, por mentirosos, por depravados xenofílicos o, lo que es más probable, por todo eso a la vez.
-Pero entonces, ¿qué nos sugiere? -exclamó la Condesa.
-Sugiero -dijo Minué- un par de botellitas de este Michel de la Montaigne cosecha 1843, que está para relamerse. Eso como prolegómeno, por supuesto, de actividades más interesantes que andar bebiendo como unos borrachines.
-¡Apruebo, apruebo! -exclamó Mrs. Hog-Lagorney con entusiasmo mientras se desabrochaba la pollera-. Una idea genial. Aunque mucho me temo -una sombra de melancolía cruzó su rostro- que en comparación con algo que he vivido no hace mucho, cualquier otra experiencia será sólo la sombra de la sombra de una sombra.

MICROCUENTOS PROFANOS

BARRIENDO LA VEREDA

Quién lo hubiera pensado, tan serio que parecía ese muchacho. Aunque ese pelo largo y esa barba... Pero, la verdad, tenía cara de no matar ni a una mosca.
En fin, algo habrá hecho. ¿Me acompaña a la crucifixión, doña Raquel? Es este viernes, a la tardecita.


LA LETRA CON SANGRE ENTRA

—Tú eres Pedro —le dijo—, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
Él hablaba en parábolas, por cierto; pero sus discípulos, hombres rudos e ignorantes que no entendían de sutilezas, tomaron literalmente sus palabras.
La tradición lo niega, por supuesto, falsea los hechos por cobardía o por pudor.
Pero en verdad os digo, así fue como murió Pedro, aplastado por el peso de la fe.


PREGUNTANDO SE APRENDE

—No comprendo la realidad —le dijo el hombre a Dios, cuando tras mucho esperar lo pudo ver—.  Por favor, ¿me podrías enseñar?
—No te molestes —le respondió el Señor, señalando hacia arriba con un gesto mecánico de Su mano—; tampoco Él la comprende. Hace ya mucho, mucho tiempo, cuando tras largo esperar lo pude ver, Yo le pedí lo mismo que tú a Mí. Y Él, señalando hacia arriba con Su mano, me respondió lo mismo que Yo a ti.


PADRE E HIJO

Apoyó Su gran mano en el hombro de su Hijo.
—Algún día, hijo mío —le dijo con amor—, todo eso será tuyo.
Y señaló hacia aquel extraño planeta verde.
—Gracias, Padre —respondió el Hijo.
Pero algo no lo convencía. Sentía (aunque sabía que eso no podía ser verdad) que su venerado Padre le estaba ocultando algo. Algo importante, algo fundamental.


 SOBRE LAS TRANSFORMACIONES GEOLÓGICAS

—La fe mueve montañas —dice Cristo, y uniendo la palabra a la acción logra enviar el monte Chimborazo a unos veinte kilómetros de su sitio original.
—Si la montaña no acude a Mahoma —dice el Profeta, un poco preocupado—, Mahoma va a la montaña.
Y se agita, desesperado, para poder alcanzar el Chimborazo; pero Cristo ya lo ha vuelto a cambiar de lugar.
Así siguen durante unos cuantos siglos, hasta que oyen la Voz de su buen Padre que los llama a tomar el té con masas.


UNA CARTA

Quisiera amarte como amo a mi bufanda, o como amo a mi vaso de fernet. Con esa furia, con esa gratuidad.
O amarte, por ejemplo, como amo a mis anteojos: con esa necesidad. O a mi ducha caliente, por esa transformación que se opera en mi ser entero con sólo pensar en ella, en su tibieza.
Amarte -¿cómo hacértelo entender?- como amo a mis piezas de ajedrez, a mis viejas pantuflas, a mi lápiz; al grillo de mi patio, a mi nogal.
Pero eres sólo Dios.


EL COMIENZO DEL FIN

El amor los unió allá, en el Edén, donde fueron felices durante cierto tiempo: sin hijos, sin palabras, alimentándose de los frutos de la tierra.
Pero un día Él los vio y sintió envidia. Robó una costilla a Adán y creó a Eva con la maestría suprema que es su sello distintivo. Y Adán se volvió hacia Eva.
Fue entonces cuando ella, la primera, la ahora desdeñada y solitaria, asumió su papel de tentadora.
Celos, seguramente; tristeza, odio, venganza.
Y es a partir de entonces que todo va cuesta abajo (palabras, culpas, ganar el pan nuestro de cada día).


PARA QUE VEAN

—¡Señor y esperanza mía! —gritaba el hombre en medio del desierto—. ¿Es posible que me hayas abandonado?
Llevaba ya muchos días sin probar agua o bocado. Para decirlo de modo delicado, su fin se aproximaba calzando botas de siete leguas.
—¿Es que no existes, Dios mío? —increpó al cielo—. ¿Acaso eras sólo una mentira?
Y entonces Dios, que sí existía y lo escuchaba, acarició suavemente un par de cumulus nimbus hasta hacerles alcanzar unas deliciosas tropopausas y le envió al pobre hombre un rayo de los mejores, que lo dejó sin habla en menos que canta un gallo.
—Y después dudan de los milagros —murmuró un buitre que se quedó a cenar.


LA REVELACIÓN

Anoche, en sueños, la Buena Nueva me ha sido revelada. Así que escuchad atentamente, hombres y mujeres y niños del mundo entero: basta de preocuparse por el pecado, basta de culpa, ya, y basta de caridad. El Cielo y el Infierno simplemente no existen; como no existen Limbo ni Purgatorio, ni Juicio Final ni Dios.
Él mismo me lo anunció:
—Libérate, hijo mío —me hablaba y sonreía—, y libera contigo a todos tus hermanos. Nada de eso existe, y mucho menos Yo.
Atónito, murmuré:
—Pero... Dios, Mi Señor…
Entonces montó en cólera.
—¡Te he dicho que no existo! —me gritó—. ¿No voy acaso a saberlo Yo, que lo sé todo? Y además... ¿crees posible que Dios pueda mentir? Así que ahora cállate de una vez por todas, ponte tu mejor sonrisa y dirígete al mundo entero a esparcir la Buena Nueva.

miércoles, 30 de marzo de 2011

FUISTE, SAN VALENTÍN



LA RISA, REMEDIO INFALIBLE

—¿De qué hablás? ¿Una invasión extraterrestre? —Carolina me mira burlonamente—. No me hagas reír, querido.
—Sí —le respondo con crueldad, y la hago reír hasta la muerte.
Y así vamos conquistando este planeta.


FOREVER

Es ella, por fin, es ella, pensó él mientras admiraba la magia de su cuerpo, sus ojos, su sonrisa, todo en medio de las burbujas del champagne, de aquella preciosa música, de la algarabía de la gente que danzaba y reía, desenfrenada; la que siempre he esperado, la mujer a la que voy a amar toda mi vida. Nunca lo hubiera creído, se dijo, sorprendido, si alguien le hubiera dicho que aquello iba a ocurrir, cuando hacía unos pocos días había abordado con solitario pie la gigantesca cubierta del Titanic.


LOVE STORY 7

Sus miradas se cruzaron en un bar. Él le sonrió; ella le respondió.
Él se acercó a su mesa. Hablaron. Simpatizaron. Ambos eran muy pobres, muy feos y muy negros. Fue amor a primera vista. Muy pronto comenzaron a hacer planes.
Iban por lo mejor cuando una cartera de mujer la convirtió a ella en papilla sin más trámite.
Él, que pudo escapar a tiempo, alcanzó a oír, temblando, una voz femenina que decía:
—¿Te das cuenta, Renato? ¡Y tan limpio que parecía este lugar!


SHE LOVES YOU, YEAH, YEAH, YEAH…

—Te amo —dice ella, mirándolo a los ojos hondamente.
Un guiño leve, casi imperceptible, le hace saber que la Otra, desde el fondo de las pupilas de su amante, la ha escuchado.


POR FIN SOLO

—No somos nada —murmuraba Leticia, llorando a moco tendido sobre el féretro.
—Tenés razón, querida —le respondí.
Le di un cálido abrazo y salí por la ventana, libre al fin de mi cuerpo y de Leticia.


LLAMADA

—Bueno, voy para allá —dijo él.
—Te espero —le respondió ella, y cortó. Su voz era muy dulce, inquietantemente dulce.
El hombre sintió miedo. Supo que ese momento era el filo de un abismo; supo, también, que no dejaría de ir. Poniéndose el abrigo, se despidió para siempre de su casa y tomó el camino que lo conduciría al cementerio.


UN PASITO DE MÁS

Se acababan de conocer. No hacía diez minutos que las manos extendidas en instintiva solicitud de auxilio se habían, inesperadamente, hallado. Sin palabras, habían comprendido. Y allí estaban ella y él: un cuadro conmovedor, con sus manos entrelazadas y sus bastones blancos. Él dio un súbito paso hacia adelante, como si la impulsara hacia la vida.
-Con razón dicen que el amor es...
No acabó la frase. De pronto fue el estrépito del metal y los gritos de la gente que se acercaba.


LA ÚLTIMA VOLUNTAD

Se sentaron sobre mí e interrogaron a mi marido cortés pero largamente. Nuestra relación, las últimas palabras que habíamos cruzado, sus más ínfimos movimientos tras mi desaparición. Él mintió, por supuesto: qué iba a hacer. Y ya se retiraban, exhaustos y deprimidos, cuando un débil quejido, fruto de mi última voluntad, la de justicia, les advirtió que mi cuerpo estaba allí, prolijamente embutido en el sofá.


LA DESCONTENTA

Nunca hubiera esperado que fuera así.
Cuando una es joven y está en busca del amor, desvelada y ansiosamente lo inquiere en cada gesto y en cada circunstancia, cree -o, mejor dicho, sabe- que cuando haya llegado, cuando haya al fin llegado, nada habrá que se le pueda parecer, y que ante su presencia el alma de una se encenderá como una hoguera.
Sueño descabellado, ilusión vana. Ahora que por fin me he unido a él la rutina envenena cada instante y su indiferencia hiere mi corazón como una lanza. Mi sueño ha muerto irremediablemente.
Pero no le va a ser así de fácil. Atada a él para siempre, como estoy, el día que por fin lo pueda ver tendrá que responder por mi ilusión.
Mi pequeña venganza, mi único consuelo mientras paseo triste por el huerto bajo la mirada preocupada de la Madre Superiora.

domingo, 27 de marzo de 2011

Blancanieves y los siete enanitos pero con una cosa así de grande

1. La propuesta
En cierta oportunidad los siete enanitos pero con una cosa así de grande se dirigieron a Blancanieves, diciéndole que tenían un reclamo que hacerle. El reclamo hubo de esperar un poco, porque en ese momento Blancanieves se estaba bañando en la costa del lago, más desnuda que una trucha arco iris; ante espectáculo tal los enanos no pudieron hacer otra cosa que someterla a sus bajos instintos durante largas horas, volviendo a expresar su queja cuando ya anochecía y sus oscuros apetitos habían sido provisoriamente saciados.
-Blanca -dijo el más enano de todos ellos, que era también el que tenía la cosa más grande, y quien por tal razón se encargaba habitualmente de iniciar las negociaciones-, nuestra vida sexual es totalmente insatisfactoria. ¿Crees tú que, dejando de lado estas ocasionales festicholas, puede satisfacernos hacer el amor contigo una vez por semana?
-¡Una vez por semana, una vez por semana! -exclamó Cenicienta, mas no sin darse cuenta de inmediato de que su verdadero nombre era Blancanieves-. ¡Una vez por semana para ustedes, que son siete! ¿Y qué me dices de mí, que cada día de la semana, sabbaths, domingos y feriados incluidos, tengo que soportar a un enano con una cosa así de grande metido cuan corto es en mi cómodo lecho y en mi no tan cómoda... bueno, ya saben ustedes qué?
-Creíamos que te gustaba -dijo medio desconsolado otro de los enanos, que trabajaba como modelo en un jardín.
-¡Pues claro que me gusta! -vociferó de nuevo Blancanieves, con ese modo tan suyo de gritar aun en los velorios-. ¡Pero me gustaría mucho más si no vinieran después a hacerme estúpidos reclamos, en vez de ir a buscar la comida para la cena!
-Eso ya está arreglado -dijo un tercer enano, lebrel nato, mostrando una ardilla recién cazada con cucharita.
Blancanieves se puso púrpura (aunque al sentir que no la favorecía la cambió de inmediato por carmín).
-¿Y a eso le llamas cena, mentecato? –ululó-. ¿Una mísera ardilla para ocho, contando a siete enanos que comen como lo que propiamente son?
-No nos desviemos del tema -dijo un cuarto enano, que quería llegar a ser diplomático y se entrenaba habitualmente resolviendo conflictos entre las alimañas de la fronda-. Queremos más sexo. Aunque sea mucho más.
Por primera vez en toda la entrevista, y tal vez conmovida al oír cierta palabra, Blancanieves no gritó, limitándose a reflexionar durante seis segundos con algunas décimas que nadie se molestó en cronometrar. Después rugió:
-¿Y qué creen, que yo no, malditos impotentes? ¿Quieren más sexo? ¡Lo tendrán! ¡Arrímense y escuchen, raquíticos renacuajos!


2. El arreglo
La propuesta de Blancanieves era tan simple y tonta como ella misma. Su límite, les dijo, eran tres enanos diarios; que se encargaran ellos de sacar sus conclusiones.
-Pero -dijo Barbudo, que todavía se hacía pis en la cama, aun durante el coito-, ¿qué podemos hacer los cuatro que quedemos?
-Pueden darse entre ustedes -respondió Blancanieves, más en broma que otra cosa.
Pero los enanos, entusiasmados, aplaudieron.
-¡Blancanieves, qué mente privilegiada tienes! -dijo Tontón, temblando por la emoción-. ¿Qué haces aquí, en un estúpido cuento infantil, cuando podrías estar trabajando en publicidad como creativa?
-Bueno, bueno -dijo impaciente Apurón, que no quería perder ni un solo instante-. Empecemos ya mismo. Órale, manos. ¡A los bifes!
Los primeros lugares fueron sorteados. Los tres enanos que sacaron los palitos más erectos tuvieron el honor de iniciar esa nueva etapa en las relaciones de la múltiple pareja. Los otros cuatro, no menos divertidos, se acomodaron a un costado y pusieron manos a la obra. Y todo anduvo muy bien por lo menos durante una semana.


3. El problema
En toda historia, en toda novela, en todo cuento, aun en toda vida, siempre suele hacer su aparición, cuando nadie se lo espera, como a la liebre, un problema. Y eso cuando hay suerte, mucha suerte: los problemas, como los policías, siempre suelen presentarse en manadas. Esta vez fue Rinaldo, el enano diplomático, quien se encargó de exponerlo ante Blancanieves.
-Blanca -dijo quejosamente aprovechando un ínfimo ratito que les había quedado libre entre coito y coito-, tenemos un problema.
-¡Por supuesto que lo tenemos, cara de paspadura! -se exaltó Blancanieves, quien tras practicar el coito solía mostrarse más nerviosa e irritable de lo que ya era por naturaleza-. ¡Estamos vivos y estamos, por lo tanto, bien jodidos! ¿Y resulta que ahora nos enteramos, mi buen Caputto? ¡Chocolate por la noticia!
Rinaldo, avergonzado, bajó la cabeza (de su miembro, que aún estaba erecta).
-¡Y encima se te baja! -rechinó Blancanieves, bastante descontrolada-. ¡Y encima se te baja, justo ahora que me disponía a lanzarme sobre tu mísero pingüino para... bueno, para hacerle algo, lo primero que se me pasara por la cabeza!
-Pero Blanca -se adelantó Ricotto-, si te da lo mismo podés abusar de mí.
Blancanieves miró a Ricotto (o, por decir verdad, al miembro de Ricotto) y, sin decir palabra, se disponía a abalanzarse sobre él, cuando Rinaldo, perfectamente consciente de sus deberes diplomáticos, o tal vez celoso, profirió un alarido que hizo volver a las aves a sus nidos en ochocientos kilómetros a la redonda.
-Y ahora qué carajo comemos esta noche –murmuró en tono asesino el Cazador.
-Mejor -dijo Apurón-. Ahora vas a poder demostrar que sos un verdadero Cazador, y no un simple paje... paji... Pajarero. Todas las noches zorzal en estofado, escabeche de palomita de la Virgen, sopita de jilguero... ¡estoy harto de pájaros en mi estómago!
-Blanca, por favor -suplicó Rinaldo, tratando de retomar el hilo, que ya se le cortaba-: tenemos un problema, un señor problema.
-Me alegra sobremanera -dijo Barbón- que por lo menos no hayas perdido la cortesía.
Blancanieves, en tanto, se había sentado (inadvertidamente, claro, puesto que el masoquismo no se encontraba entre sus múltiples defectos) sobre una enorme cagada de gaviota sobre la que se repantigaba con insólito placer, y se disponía a sacar un libro de su cartera.
-Maldito enano... –murmuró o murmujeó-. Por el primer orgasmo de mi abuela Rojatormenta, a sus 69 añitos, juraría que hasta que no me entere de cuál es el asunto no van a dejarme leer tranquila. ¿Cuál es, mi buen Rinaldo, ese m... el gran problema?


4. El problema II

Rinaldo, que con gran imprudencia se había sentado justo en la puerta de entrada de uno de esos enormes hormigueros que tanto abundan en los cuentos de hadas, comenzó a balbucear:
-El problema, querida Blancanieves, el problema, eeeehhh, esteeee...
-Aspirante a diplomático había de ser -apostilló Blancanieves mientras olisqueaba el aire como con un mal presentimiento.
Todos los otros enanos, dispuestos en círculo, habían acomodado sus cansados cuerpos lo mejor que pudieron: Barbudo se había recostado contra un alambre de púas, Ricotto sobre la entrada de una madriguera de zarigüeyas, que son de lo más perversas, el Cazador sobre los restos medio podridos de la cena del día anterior, Apurón encima del cadáver fosilizado de un cazador furtivo que quién sabe cuánto tiempo hacía que estaba allí, el Enano Sin Nombre justamente debajo de un meteorito que, aunque en ese momento a miles de kilómetros en el cielo, no tardaría en caer sobre su cabeza, y Maquiavelo, el enano maldito, sobre un zorrino o mofeta dormido o dormida, animal al que había confundido -con muy mal tino, debemos reconocerlo- con un tapado de piel, una alfombra o algo por el estilo.
-La cosa, el problema, querida ehhhh... -siguió balbuciendo Rinaldo, que con los nervios no sólo se estaba meando encima sino que además se había olvidado del nombre de Blancanieves-. El problema, querida Barbarroja...
-¡Barbarroja! -chilló entonces la bella-, ¡Barbarroja! ¿Quién demonios se atreve a ostentar el estúpido nombre de Barbarroja?
-Tu abuela -dijo Maquiavelo, en voz no muy alta pero con toda la intención.
-¡La tuya, hijo de mil repúntetos! ¡Mi Santa Abuela, que Dios la tenga en su Santa Gloria, bien acogida como se lo merece, se llamaba Rojatormenta! ¡Rojatormenta, no Barbarroja! ¿Han entendido, masturbadores impotentes fetichistas eyaculadores precoces sadomasoquistas, y mejor no sigo porque no termino más?
Entonces todos los enanos bajaron la mirada, avergonzados, aunque sin creerse uno solo de los epítetos de Blancanieves, y encontrándose en cambio con que el arranque de la bella había excitado sus miembros hasta un punto nunca visto (bah, casi nunca visto).
-Y ahora -dijo la Blanca-, y de una vez por todas, por mil y un orgasmos, ¿cuál es ese problema?
Los enanos se miraron unos a otros como adivinándose el pensamiento (se habían entrenado desde pequeños -de edad- con Lobsang Rampa). Después, como un solo hombre (o mejor dicho, como un solo enano), se volvieron (o se volvió) hacia Blancanieves, y sacándole las ropitas con todas las manos y toda la rapidez que les fue posible la cogieron de diversas y muy variadas e interesantes formas mientras gritaban, en medio de orgasmos, semiorgasmos y pluriorgasmos:
-¡Éste era el problema, querida Blancanieves!



5. Cuatro días después

Cuatro días después, cuando todos quedaron casi satisfechos (excepto Barbón, que se empeñaba inútilmente en romper su propio récord amoroso para enviarlo a concursar al Guinness), se sentaron a descansar un rato a la orilla de una laguna que había aparecido por ahí como consecuencia de la reciente instalación de una fábrica de enanos de jardín, pejerreyes de living y mojarrones de garaje.
-Bueno -dijo Blancanieves-, me parece que por esta semana estoy casi satisfecha. Volvamos, por favor, al asunto del problema. Pero, por Santa Frígida, que no sea Rinaldo quien me lo explique. Rinaldo no sería capaz ni de explicarle a un perro de aguas la Teoría de la Relatividad.
-Te diré, Blancanieves -asumió el mando Maquiavelo-; el problema es muy simple.
La Bella se rascó el occipucio con una ramita de eucaliptus, lo que le produjo un orgasmo metafísico.
-Muy simple, muy simple... –refunfuñó una vez recuperada-. Perfectamente, pero, ¿qué diablos es? ¿De qué se trata, maldita sea, la repuna avant-garde que los remil retiró?
-Te lo diré, pero no es estrictamente necesario que eches pestes -replicó Maquiavelo, que tenía un hermano en el Vaticano-. El problema, querida Blancanieves, es que el arreglo que pactamos contigo no hace mucho nos resulta cada vez más difícil de cumplir.
-¿Y eso por qué? -dijo la Bella, rascándose la oreja izquierda con una vara de bambú que le produjo un orgasmo sintoísta.
-Porque -confesó Maquiavelo- cada vez que los tres afortunados estamos o están trincando con Vuestra Gracia, y perdón por la honestidad de la expresión, los otros cuatros están o estamos más aburridos que si estuviéramos, estuvieran o estuviesen bailando con la hermana.
-¿Con la hermana de quién?
-Con la hermana de nadie; es sólo una manera de decir que nos aburrimos o se aburren terriblemente.
Blancanieves se rascó la hermosa cabeza con la uña encarnada del dedo índice de su mano izquierda, ocasionando en el proceso la emisión de extraordinarias cantidades de seborrea, las cuales fueron a indundar los alrededores, generando en varios de los enanos alergias, urticarias y comezones de variados niveles de gravedad.
-Pero cómo -se asombró Blanca-. ¿Ahora resulta que no les gusta darse entre ustedes?
Los enanos denegaron con la cabeza.
-¿Quiere ese estúpido gesto decir que no? -insistió la Bella.
Los enanos volvieron a denegar.
-¿Y entonces qué carajo quiere decir?
El Cazador, que a pesar de su apariencia y de su oficio era el más tímido, respondió:
-Que nos gustaba más como era antes.
Blancanieves se agarró sus pelos de ella y empezó a tirar de ellos con todas sus fuerzas, que no eran despreciables.
-¡Que les gustaba más como era antes! ¡Que les gustaba más como era antes! ¿Y entonces de qué demonios se quejaban, malditos renacuajos metesaca?
-Perdónanos, Blancanieves -dijo Rinaldo, contrito e incluso un tanto sancochado-. El enano promedio es así: no sabe valorar lo que posee hasta que lo ha perdido. Pobre de él.
Blancanieves abrió unos ojos como huevos de avestruz de la Patagonia.
-¿Y eso qué demonios quiere decir?
Como un solo enano, los enanos se miraron, se pusieron de pie y cantaron a coro:
-¡Que volvamos a hacerlo como en los buenos viejos tiempos!
Blancanieves no lo podía creer.
-¿Quieren decir -suspiró, emocionada- que desean volver al antiguo sistema del enano-por-día, que por lo poco que entendí tan pocas satisfacciones les brindaba?
-¡No, no, no! -protestaron en masa-. ¡Sólo que no supimos valorar lo que teníamos! ¡Un día entero de la semana para cada uno con la maravillosa Blancanieves! ¿Podríamos volver?
A Blancanieves dos lágrimas le rodaron por las mejillas. La emoción le había dado un poco de hambre, es verdad, pero se lo aguantaba. Ya habría tiempo de cenar. Antes tendría que responder al clamor del alma de los enanos.
Meneando dulcemente sus rubios rizos, enterneciendo sus ojos grises o tal vez glaucos, los miró uno por uno, expresando con esa mirada mil cosas, o tal vez muchas más, y con la voz más tierna del universo les dijo:
-No.

Las sillas

En mi living hay seis sillas. Una de ellas, irrevocablemente, acarrea la muerte de quien la ocupe.
El problema es que en esto no hay certezas: la condición letal transmigra día a día de una a otra silla. Nunca es posible saber exactamente cuáles serán las cinco inofensivas, cuál la que alivie de la existencia a un nuevo amigo.
Desde hace años he optado por ubicarme en un sofá. Mis amigos, escépticos o arriesgados, se sientan prolijamente en torno a la gran mesa y charlan mientras todos esperamos.
La muerte nunca es súbita; siempre es inevitable. Cuando uno de ellos empieza a transpirar, todos sabemos ya quién morirá. A veces la agonía dura algunos segundos; otras, un día entero.
Así hemos ido pasando nuestras vidas, disfrutando de esta costumbre inhabitual. El número de mis amistades, que solía ser casi ilimitado, ha ido mermando considerablemente con el tiempo.
Me produce una razonable desazón imaginar el día en que haya quedado solo y deba, por lo tanto, dar mi propio espectáculo ante mí: showman y espectador en uno solo. Pero más me preocupa una posibilidad: no acertar con la silla que me dará la muerte.
Y es mucho peor que la vida y que la muerte imaginarme girando hora tras hora en esa especie de infierno circular.